Asistir al Mundial de Clubes no es solo presenciar fútbol. Es recorrer un universo que comienza mucho antes del pitazo inicial. Desde el momento en que empezó el proceso de acreditación, negada por primera vez y aceptada en la segunda gestión, luego la maratónica caminata con perdida y todo al reclamar mi acreditación, supe que este evento no solo se vive en la cancha, sino también en cada pasillo, en cada sala de prensa, y en cada metro que se camina para llegar a ellos.
La logística es amplia y exigente: varias zonas de prensa, accesos diferenciados, controles constantes. No siempre pude entrar a todos los espacios habilitados para medios, pero sí tuve la oportunidad de estar en algunos y sentir distintos ambientes: unos más técnicos y silenciosos, otros cargados de emoción y análisis entre colegas de todo el mundo.
Lo que sí es constante es la caminata. Grandes distancias entre los accesos, las zonas de trabajo, y por supuesto, el estadio. Pero el cansancio se disuelve rápidamente al ver el espectáculo que aguarda: un estadio imponente, visualmente deslumbrante y lleno hasta la última silla.
Cada jornada ha sido un lleno total. Las gradas se tiñen de diferentes colores según el equipo, pero la energía es siempre la misma. Aficionados cantando, haciendo coros, coreando nombres, y sufriendo juntos cada pase que se acerca al gol. La emoción es colectiva, y por momentos, universal.
El Mundial de Clubes no solo se ve. Se respira. Se camina. Se escucha en distintos idiomas y se grita con el mismo corazón. Es una fiesta global donde la prensa también forma parte del espectáculo, aún desde los márgenes, con libretas, cámaras, o simplemente los ojos bien abiertos.