Eran los tiempos de la fruta amarilla que solo se daba en las costas del Gran Caribe, bañadas por las aguas cristalinas y frías que bajaban de la Sierra Madre.El horizonte estaba lleno de incontables alfombras de color esmeralda con puntos amarillos, de diferentes tamaños. Desde la cima de la torre del Vigía del Norte se podía ver como la tierra entraba a las aguas que saben a sal, las que en algunas noches se teñían de color rojo viscoso. Nadie en los pueblos que hacen parte del territorio de la Mamá Magdalena comentaba sobre el rojo viscoso de las aguas saladas. Habían aprendido a vivir con eso.
Otilia le contó todo a Gaitán. No se guardó nada. Ella contó que la empresa extranjera era la culpable de tan espantosa masacre. Otilia, lo dijo todo y Don Jorge solo escribía y escribía. Cuando levantaba los ojos del papel, la miraba como buscando en su semblante algún destello de esperanza, alguna luz de alegría, pero eso no fue así. Era un rostro lleno de cicatrices profundas. Donde una vez hubo una piel morena llena de brillo, hoy había una masa corporal llena de incertidumbre y marcas hechas por el látigo de unos seres altos, de cabellos claros, piel blanca y ojos azules quienes expresaban palabras que sonaban como notas extrañas a sus oídos.
-Doña Otilia, estoy sorprendido. No sé que decir.
-Doctor, no diga nada y siga escribiendo. Siga escribiendo todas mis palabras.
-Otilia continúe. Todas las palabras que salen pronunciadas por sus labios marcados por la injusticia e indolencia del extranjero, todas las estoy escribiendo y llevando en mi corazón que se solidariza con su padecimiento.
-Doctor, no es mi padecimiento, es el de todo un pueblo olvidado por sus dirigentes. Eso es lo que le estoy contando.
¨Hubo una noche oscura, donde no había estrellas y donde el mar se colocaba bajo ese círculo inmenso y plateado. Esa noche perdí la esperanza en todo. La perdí una y mil veces en manos, en muchas manos de soldados que tocaban mi cuerpo. Fue una noche larga, llena de gritos, risas, carcajadas y de los sonidos de dados en un vaso metálico. Unos ganaban y otros perdían. Los que ganaban me ganaban a mí. Los que perdían me ganaban a mí después de los que ganaban de primero. A la mañana siguiente no sentía mis piernas. De la cintura para abajo no sentía nada. Me acuerdo que caminé como pude hacia el mar, quería quitarme el olor de mil dolores. El olor de tanto tormento.
El silencio era eterno mientras que limpiaba mi sexo en el Gran Caribe. A mi lado estaban otras Otilias, tantas como las mujeres del pueblo. Todas en silencio se dejaban llevar por las olas. Algunas se fueron entre las olas otras nos quedamos. Muchas se fueron y no regresaron. El agua de sal se las llevó. Ellas se dejaron llevar, para no regresar¨.
-Otilia, ¿fueron las mujeres del pueblo? ¿Todas las mujeres?
-Vea mi Doctor, fueron mis hijas, mis hermanas, mis tías, mis abuelas, mi madre, mis comadres, mis primas, las mujeres de todos los hombres del pueblo. A todas las…
– ¡Doña Otilia no diga, no diga más! ¡¿Dios, qué clase de seres humanos hacen eso?!
Mi tía Otilia seguía hablando y Don Jorge escuchaba y escribía cada vez mas rápido. Yo era como un fantasma en esa habitación. Solo se percibía la presencia de ellos dos y el sonido de palabras llenas de dolor y olores amargos. También se sentía el ruido del lápiz sobre el papel donde quedaban plasmadas cada letra, cada vocal que salía de la boca vieja y arrugada de mi parienta. A cada frase que ella pronunciaba, el cuarto construido con las tablas viejas de barcos de madera de los señores del banano tomaba un hedor putrefacto. Olía a charcos de agua salada pisados por las botas de soldados sudorosos y cansados de tanta sangre. Así era la hediondez que penetraba mis pulmones, que no me dejaba respirar, que me ahogaba. Que no dejaba pasar brisa alguna que llegara del mar.
Don Jorge levantó la vista y me miró. Sus ojos estaban llorosos, sus manos temblaban y hubo un silencio en el cuarto. Otilia miraba hacia la ventana en busca de un cielo lleno de estrellas, pero una vez más la vida le negaba las estrellas en el firmamento y solo le mostraba la magnífica luna llena sobre el mar. Esta noche no era de plata, era roja, de un rojo viscoso. Una lágrima se dejó caer desde el único ojo que le había dejado el látigo del capataz de los extranjeros, al que le llamaban el Albino de Puerto Escondido.
Pasó el tiempo y mi tía Otilia murió sin saber de Gaitán. Yo en mis tiempos de arrugas, de piel seca y caminar pausado, fui informado por un nieto que vino de la capital:
-Abuelo, abuelo, lo que contó la tía Otilia, todo ha sido verdad. El Congreso abrió investigación contra los amos del banano. Parece que van a expulsarlos del país.
– Mijito, de eso tan bueno no dan tanto.
AUTOR: TIO HUGO & PAPA MILT
Corrector de estilo: H.A.
Relato inspirado en la Masacre de las Bananeras.
1928 · Ciénaga · Magdalena · Colombia